Una de las 3 historias ganadoras del I Concurso de Relatos de It Gets Better España
Nací en una ciudad francesa hace 35 años.
Me di cuenta a los 14 años de que me gustaban las chicas. Fui a ver una comedia que no ha quedado como la mejor del cine francés, Felpudo maldito. El argumento era un topicazo: la lesbiana marimacho seducía a una mujer casada heterosexual y femenina. Volví a casa trastocada. Quería besar a la “masculina” y al mismo tiempo a la “femenina”.
En el colegio, lo pasaba mal: era empollona, gorda, no muy femenina y, además, posiblemente lesbiana. Le había hablado a una amiga de mi turbación después de la película. Pensaba que me iba a apoyar, pero se lo contó a los demás y al final la gente de mi clase se burló aún más. Me sentía mal y rechacé entonces aquellos sentimientos, me autolesionaba. Inicié una búsqueda para darle un sentido a mi vida, así que empecé a ir a la iglesia y a ser practicante.
Por una parte y al principio, me ayudó, mi vida tenía un sentido, me sentía mejor y dejé de cortarme. Hacía actividades como voluntaria con gente necesitada y discapacitados. Además, empecé a tener amigos en los círculos católicos de mi ciudad. Durante todo ese periodo, pensaba que me iba a enamorar de un chico. Pero cada vez que uno me gustaba, era homosexual o quería ser sacerdote. Sin embargo, yo me seguía viendo casada con un hombre por la Iglesia y madre de familia numerosa.
No obstante, me fui “radicalizando” poco a poco por la influencia de mis nuevos amigos, que defendían una moral sexual muy rígida y estaban en pie de guerra contra el aborto y los métodos anticonceptivos.
En 1999, se aprobó en Francia el Pacto civil de solidaridad (PACS), que reconocía un nuevo estatuto a las parejas no casadas y que fue un avance para los homosexuales con garantías legales. Luché contra el PACS fervientemente con peticiones, manifestaciones, etc. Lo concebía como algo para los “pervertidos enfermos”. Solemos decir que los mayores homófobos son personas que esconden su propia homosexualidad y en mi caso era bien cierto. Luchaba con odio contra algo que me daba miedo, ya que no me atrevía a aceptar mi atracción por las chicas. Recuerdo que perdí a amigos homosexuales. Un amigo me dijo que era gay y yo le dije que era una enfermedad. Aún ahora lamento mi estupidez y mi falta de sensibilidad.
Teníamos una asociación que acudía a institutos privados y a campamentos de jóvenes para difundir la moral sexual ultracatólica. La gente con la que estaba en aquel entonces, milita ahora en La Manif Pour Tous, el movimiento homófobo francés. Por eso, no me extrañó su fuerza en 2013, venían preparándose desde hacía varios años.
Sin embargo, mi vida dio otro giro y mis firmes creencias se derrumbaron.
En una cena con mi padre y unos amigos suyos, capté un gesto de cariño entre dos mujeres, una acarició la mano de la otra. Como varios años atrás, me volví a sentir turbada y entendí que era lesbiana, que me enamoraba de chicos homosexuales o inasequibles porque al final no me gustaban. Prefería a las mujeres. Era todo lo que aborrecía: lesbiana, una “abominación”.
Mi vida se convirtió en un infierno, estuve a punto de dejar los estudios cuando siempre había sido buena estudiante. Leía páginas en inglés de los movimientos estadounidenses que pretendían “curar” la homosexualidad. Empecé una “terapia” de conversión con un “psicólogo” católico, recomendado por sacerdotes, para intentar “curarme de mi homosexualidad”. Él me decía que era una fase, que era heterosexual, que tenía que ser más femenina y, sobre todo, ser casta. Rezos, plegarias, ayunos, duchas frías, medicinas, todo valía para intentar cambiar. Según ellos, en el supuesto de que fuera homosexual, tendría que vivir toda mi vida en castidad, en una comunidad religiosa, o sola y “cerca de una iglesia para tener armas para luchar contra las tentaciones del demonio”. Me recomendaron que dejara París y su mundo de “tentaciones”. Recuerdo un argumento horrible que muestra la insensibilidad de esa gente para con una joven que se sentía mal. Mi madre se había suicidado después de un cáncer y de una larga depresión, así que me dijeron que tenía que ofrecer mi sufrimiento y mi “lucha” contra mi lesbianismo para redimir a mi madre, culpable de un pecado capital y condenada al infierno por aquello.
No podía más… Intenté suicidarme y mi familia no se daba cuenta de mi desesperación. Lo que me salvó fue que no quería que sufrieran mis abuelos como lo habían hecho tras la muerte de mi madre, y decidí que quería seguir viviendo.
Un día dije basta de tanto sufrimiento y marqué el número de la línea de apoyo de la asociación LGTB de París. Me escucharon y fui a la asociación. Vi que las personas LGTB+ no eran monstruos. Me ayudó también el impacto mediático que tuvieron varias salidas del armario de deportistas como Amélie Mauresmo. Me atreví a entrar en bares y tuve relaciones sexuales con chicas. Por fin, me sentía bien, me aceptaba, estaba bien conmigo misma y ya no volví a sufrir depresión por intentar aceptarme. Reanudé los estudios y tuve dos relaciones largas; una con mi ex, que sigue siendo una amiga de verdad y la segunda con una mujer maravillosa que es hoy mi esposa. Después de luchar contra el PACS en 1999, firmé uno con mi novia en 2006. En 2011, nos casamos en España antes de convalidar la boda en Francia y esperamos ser madres pronto.
También quiero denunciar el fraude de las supuestas “terapias de conversión”. Ser homosexual no es una enfermedad, es algo natural, como el deseo de querer beber. Esas terapias destruyen la autoestima y favorecen la estigmatización social, no tienen ningún fundamento científico y debemos luchar contra ellas.
Quiero decir a los jóvenes LGTB+ que la vida mejora, que tienen que cuidarse y quererse mucho, que no se queden solos y que pidan ayuda a sus profesores, a su familia, a sus amigos, a asociaciones. Ahora quizás lo veáis todo negro, pero poco a poco, todo irá cambiando.
Todo mejora, de verdad. It gets better, really!