“El amor de pareja es como los puzles; dos piezas salientes no encajan al igual que dos piezas entrantes no conectan, solo un hombre y una mujer hacen un buen tándem”. Esa fue la contestación a la pregunta “¿Qué es ser homosexual, papá?”.
Había escuchado de padres desesperados y clínicas de “reorientación” en el extranjero, aunque sin ser muy consciente de cuál era su fin. También de padres en busca de la verdadera felicidad para sus hijos y su salvación eterna. Mi homofobia aumentaba sin si quiera ser consciente de ello. Pero mi espíritu necesitaba más, más que milagros invisibles, más que oraciones desesperadas que ninguna deidad contestará, que solo tú llegarías a contestar en las entrañas de tu alma, más que toda esa aparente perfección sin mancha, más que líderes carismáticos y vigilias sin trasfondo… necesitaba verdad, mi verdad.
Con el pasar de los años fui adoptando las costumbres y aptitudes que se esperaban de una buena niña, jugaba con barbies horas y horas, amaba las falditas que volaban al girar y prefería jugar a las cocinitas con mis amigos antes que mancharme en la calle.
En mi preadolescencia llegó a mi vida una niña dulce y atrevida que aceleró mi corazón, llenó de mariposas mi estómago y de sueños mi mente. Juntas desarrollamos un gran gusto por el canto y el teatro. Podía pasar tardes enteras bailando con ella, reír sin motivo y comunicarnos con tan solo una mirada, era mi mejor amiga. ¿Dónde estaba el problema? Podía cerrar mis ojos y contemplar el recuerdo de su sonrisa tan vívida e hipnotizante, acariciar su piel mientras poco a poco encontraba el sueño y nos quedábamos dormidas, ella era más de lo que una amiga podía llegar a ser, simplemente mi primer amor.
Los años transcurrieron y la distancia unida al sentimiento de rechazo caló en lo más profundo, olía a trauma en su más pura esencia. Los recuerdos que con tanto amor guardé se transformaron en pequeñas espinas que, sin yo saberlo, provocaron rechazo hacia mi identidad.
Sucedieron años de noviecitos a montones y rebeldías en nombre del amor correspondido, el cual nunca pude saborear realmente. Ahora sé que mi yo siempre estuvo ahí, enmascarado bajo todo ese falso mundo de “normalidad”. Intercalé pequeñas experiencias muy distantes a la heteronormatividad que regía mi vida, disfrazándolas de “cosas que pasan entre amigas” realmente actuaban como drenajes emocionales, escapadas secretas que tenían el poder de liberarme de mi yo más aceptado por mi entorno conservador.
A mis 19 años acepté que por más que me repitiera que yo no era “eso” que todos tan duramente señalaban, en el fondo, donde nadie podía juzgarme, donde solo estaba yo frente al espejo sabía que solo un nombre de mujer podría hacerme sentir algo más cálido que el frío que hasta ese momento había reinado en mis relaciones amorosas. Ante mí misma, sin ataduras, sin límites admití con simplicidad: por más chicos con los que haya podido estar, por más oraciones sanadoras que alcance a pronunciar, por más vestidos rosa que use, por más que los estereotipos no me definan, yo soy lesbiana.
No obtuve el apoyo de mi familia, ni siquiera de muchos de los que esperaba algo distinto. Es verdad que solo quienes te quieren realmente se quedan. A veces necesitas saber cuánto te quieren cuando no cumples sus expectativas. Otros muchos se quedaron y otros tantos se irán. Pero ambos demuestran sus valores por la forma en la que tratan a los que somos diferentes.
No importa si en tus ojos tan solo estoy enferma o confundida, yo seguiré llevando la vida que, aunque a todos incomode, a mí me libera día a día sin remedio. Critica, señala y ataca si así lo deseas, yo seguiré sonriendo y cantándole a la vida: “amo quién soy y nadie podrá callarme”.
Cuando amas lo que eres, el “qué dirán” pasa a ser un simple chiste malo y por fin eres tú misma. It gets better!