Alexa fue una niña muy deseada. Se adelantó un mes a su nacimiento y era un bebé precioso con sus pelos rojizos y su piel rosada. Muy bien portado, pues jamás lloraba, ni siquiera cuando tenía hambre. Jamás dio un ruido. Sabía que era un niño especial, diferente, pero no sabía por qué. Mis familiares me decían que todos los pelirrojos son especiales, al igual que los gemelos o los zurdos.
Creció en un ambiente lleno de amor y de cariño. Cuando tenía diez meses y comenzó a dar sus primeros pasos por sí solo, me llamó mucho la atención que se iba directo a donde estaban mis muñecas y tan pronto como podía, cogía una de ellas con sus manitas. Su cuarto estaba lleno de juguetes estereotipados que le regalaba la familia, pero no, él corría hacia mis muñecas. Tan pronto y como pudo hablar cogía una de mis blusas y me decía “me la pestas”. Y tan pronto como yo se la daba, hacía lo posible para ponérsela encima de sus propias ropas, le quedaban tan grandes, pero imaginaba que era su vestido. Tomaba otra prenda mía y la ponía en su cabeza como una peluca. No dejaba de sonreír. Se mostraba feliz.
Para los tres años de edad, mientras estaba en la ducha, me dijo con los ojos llorosos “yo no quiero esta colita, quiere un totete como Elsa”. Fue entonces cuando me di cuenta de que algo no estaba bien.
De momento pasó por mi mente la ida de que tendría un hijo gay. Pero nunca pensé en obligarlo a usar sus propios juguetes. Solo me gustaba verle feliz. Acepté llamarle Alexa como ella me lo pidió y comenzamos a jugar a los castillos y a las princesas dónde desde luego yo era el príncipe. En contra de la voluntad del padre y ganándome algunas riñas con él pinté su habitación de color morado.
Mi madre y yo desarrollamos una especie de código secreto que utilizábamos las tres a manera de alerta cuando sabíamos que el padre llegaba. Alexa corría a su habitación pues no le permitía expresarse en su presencia. “vete a tu habitación” Yo solo quería ver su felicidad. Le permití llevar el cabello un poco largo y la inscribí en clases de danza. El padre siguió respondiendo de la misma manera. Rechazo, alejamiento. No permitía que se expresara en su presencia. Llegando a casa se escondían las muñecas, los vestidos de princesa, las diademas en el cabello, las pulseras.
Cuando Alexa cumplió ocho años, durante una cita de rutina con la pediatra, ella se dio cuenta que yo estaba ausente, distraída, diferente de como yo era siempre. Y sin mucha insistencia decidí hablar con ella. Sin más ni más, ella tomó el tema con toda naturalidad y me sugirió que la llevara a valoración a la UTIG de Málaga. Menuda experiencia tan más desagradable.
La encargada de atendernos, parece que se había puesto de acuerdo con mi esposo quien aseguraba que había leído que todas estas tonterías se quitaban solas después de los ocho años. Ambos decidieron que yo era la culpable de que el niño estuviera afeminado, que yo lo había permitido y fomentado. Y, sin tomarme en cuenta, decidieron que se le cortaría el cabello y que no regresaría más a sus clases de danza. Alexa dio un cambio dramático. Lloraba a cada momento, volvió a mojar la cama, y desaparecieron su alegría y su felicidad.
Fue entonces cuando aparecieron en mi vida dos personas maravillosas. Pilar, quien estaba viviendo la misma tormenta en la que yo me encontraba al tener una hija transexual. Una mujer llena de vida, luchadora, con grandes conocimientos en el tema y dispuesta a hacer todo con tal de ayudar a un menos y a una familia. Y Marcela, una mujer transexual quien, hablando conmigo, me ofreció escribirle una carta a mi esposo, a fin de que se diera cuenta de las miserias que Alexa podría llegar a vivir si no tenía el apoyo de su propia familia. El resultado fue impresionante. El padre lloró mucho y dijo “yo no quiero esto para mi hija”, y al día siguiente él mismo la llevó a comprar el vestido que tanto deseaba y hacerle las perforaciones en las orejas para ponerle sus pendientes.
Nunca podré darles las gracias a estas dos mujeres maravillosas. Alexa ahora es feliz. A su hermano y al padre les tomó un poco de tiempo adaptarse a la situación, pero poco a poco lo han hecho, anteponiendo el amor, ante todo. Se ha hecho ya el tránsito familiar, luego el social dentro de la comunidad en la que vivimos y finalmente el escolar.
Siempre apoyada por esas dos grandes mujeres y de muchas más ahora que han llegado para ser parte importante de nuestras vidas como familia. Mi hija es la niña más feliz. Debo reconocer que yo era muy ignorante en el tema y que tal vez permití que sufriera más de lo que debería, nunca me lo perdonaré; pero aquí estoy, luchando como una leona por el gran amor que le tengo. La lucha sigue.
Nos enfrentamos ahora al proceso necesario para lograr obtener los bloqueadores hormonales, nada sencillo, y a las gestiones para hacer los arreglos pertinentes en sus documentos de identidad. No es fácil, pero somos una familia fuerte ahora y rodeados de gente que nos quiere mucho. Estoy segura de que lo lograremos.
Testimonio cedido por Fundación Daniela para It Gets Better España.
Sí señor, esa es una madre hecha y derecha 🙂 Me alegro mucho de que vuestra hija ahora se sienta cómo quería ser 🙂