Una de las 3 historias ganadoras del I Concurso de Relatos de It Gets Better España
Te despiertas cada mañana sabiendo que ese será un día más.
Un día más de vergüenza. Un día más de miedo. Un día más de sentirte solo entre tanta gente. Un día más de medir tus palabras, temiendo que algún comentario pueda delatarte. Un día más de controlar tus gestos, sabiendo que si no lo haces pronto pasarás a ser el raro. La víctima. El maricón. Un día más de tener cuidado en los vestuarios, de evitar ducharte y de vestirte lo más rápido que puedas para que los demás no se fijen en ti o, peor todavía, para no fijarte tú en ellos.
Pasan los días, convirtiéndose en meses y, poco a poco, en años. Pero la vergüenza y el miedo nunca desaparecen. La vergüenza y el miedo nunca te abandonan, y temes que jamás lo harán.
Pero entonces, la conoces. Dicharachera, simpática… y lesbiana. No puedes evitar sentir una extraña conexión con ella, aunque en el fondo también envidias su seguridad. Su confianza en sí misma. Y aunque la insultan por los pasillos, aunque su exnovio despechado ha puesto a sus amigos en su contra, ella jamás se deja amedrentar por mucho que le digan. Sabe quién es y está orgullosa de ser como es.
Un orgullo que tú no comprendes del todo, pero envidias igualmente.
—¿Alguna vez has estado con un chico? —te pregunta una tarde, durante el camino de vuelta a casa.
Tu mente viaja a ese momento del año anterior, a ese verano justo antes de cumplir los 15. Tu amigo durmiendo en tu casa, proponiéndote sexo oral después de un curso entero de conversaciones subidas de tono. Porque eso «no es de gays», decía, siempre y cuando no llegárais a algo más. Y, aunque quisieras negártelo a ti mismo, sabías que lo deseabas, y además era su cumpleaños. No querías decirle que no, así que lo hiciste.
Fue agradable, sí. Y también placentero, aunque un tanto extraño. En cualquier caso, ¿para qué engañarte? Sabes que te encantó.
Pero tu mente no te deja olvidar lo que pasó después. Ese verano lejos de casa, sin dejar de darle vueltas a lo que habías hecho con él. Desde antes ya sabías que había algo distinto en ti, claro, sabías que eras diferente a los demás, pero habías tratado de ocultártelo. Haber hecho aquello era la confirmación, y no había un solo día que no te sintieras culpable. Que no te odiaras por haberlo hecho.
Y luego, por supuesto, está lo que pasó tras volver a casa de las vacaciones. Le mandaste varios mensajes, ilusionado, para ver si quería volver a quedarse a dormir contigo. Aunque una parte de ti se sentía avergonzada, la otra quería repetir. Pero él no hacía más que darte largas, un día tras otro, hasta que al final dejó de responder a los mensajes. Y aunque tu corazón seguía latiendo con fuerza cada vez que pensabas en él, también sentías dolor. Y con cada latido, el asco y la vergüenza aumentaban.
Al empezar el nuevo curso os pusieron en clases distintas, y enterarte fue como un golpe en el estómago. Pero eso no te impidió buscarlo, y al encontrarlo descubriste la dura verdad: que no quería hablar contigo. Que no quería saber nada más de ti. Que lo que habíais hecho era un error, un error asqueroso, y que te odiaba por ello.
Que lo habías perdido.
—No —le respondes al fin a tu amiga, tragándote la bilis que sientes en la garganta pero acostumbrado a mentir de todos modos—. A mí no me gustan los tíos.
Ella sonríe, pero no dice nada. Aunque intentes ocultárselo, sabe la verdad. Por supuesto que la sabe, pero también es consciente de que necesitas tiempo. Y ella está dispuesta a dártelo.
Pasan los meses, pero la vergüenza sigue sin desaparecer.
Y entonces, al comenzar el Bachillerato, llega un chico nuevo a clase. Te das cuenta de que es como tú nada más verlo, y te da la impresión de que él también se ha dado cuenta al verte a ti. Y eso, lejos de darte miedo, te resulta emocionante por primera vez en tu vida. Excitante, incluso.
Sin saber cómo, con total naturalidad, se convierte en tu mejor amigo. Y, aunque casi nunca habláis estando en el colegio ni quedáis siquiera fuera de él, cada día os pasáis horas al teléfono, tardes enteras hablando de todo y de nada, conociéndoos cada vez un poco más. No es un simple amigo: también es al mismo tiempo tu secreto y tu confidente, y tú eres el suyo. Os contáis cosas que jamás habíais dicho en voz alta, os confesáis secretos que jamás le habríais confesado a nadie. Y aun así, nunca tocáis el tema del que los dos estáis deseando hablar.
Vuestra amistad crece día a día, pero los latidos de tu corazón al pensar en él también son cada vez más fuertes. Hablando cada tarde con él, y con la amistad de esa chica, comienzas a comprender que a lo mejor no está tan mal ser lo que eres. Que lo que habías hecho ese verano con ese amigo no era algo malo después de todo. Comienzas a comprender que a lo mejor no tienes que seguir odiándote. Que a lo mejor incluso está bien haber nacido así.
Y entonces, sucede.
—Tengo que contarte una cosa —dice al fin una tarde, después de dos horas al teléfono dándote largas, como si no supiera de qué forma sacar el tema—. Me gusta un chico de mi clase de italiano.
Si esto fuera una película o un libro, serías tú quien le gustaría. Pero esto es la realidad, y oír esas palabras es casi como un bofetón. Por un lado, te duele. Te duele que ese chico no seas tú. Te duele que no se haya fijado en ti cuando tú no puedes dejar de pensar en él. Pero, por otro, te alegra tener por fin la confirmación verbal de que es como tú, por mucho que ya lo supieras. Te alegra saber que no eres el único, que no estás solo. Que ha confiado en ti lo suficiente como para contártelo. Y eso te hace más feliz de lo que podías haber imaginado.
—¿Es que eres…?
—Soy bisexual —se apresura a aclarar él, tal vez con más firmeza de la necesaria—. También me gustan las chicas.
—Ah. Yo también —añades con rapidez, sin pensártelo demasiado.
En realidad estás mintiendo, y él también. Años después comprenderás por qué lo haces. Comprenderás que, en el fondo, todavía tienes mucho miedo. Te cuesta admitir lo que eres, así que hacerlo solo a medias te parece una forma más segura de hacerlo, una forma de evitar que te juzguen demasiado. Pero años después comprenderás que eso no es correcto, que no está bien utilizar una orientación que no es la tuya para esconderte.
Pero por el momento, el chico que quieres está al teléfono hablándote del chico que le gusta.
Aunque te duele, le quieres tanto que no puedes evitar tratar de ayudarle con ese chico de tu clase de italiano. Y, a pesar de que ese encaprichamiento de tu amigo hacia él se convertirá casi en una obsesión que durará años, nunca llegará a materializarse en nada real. Y aunque eso no lo sabes todavía, lo que sí sabes es que vas a estar con tu amigo en cada paso del camino, siempre con la esperanza de que algún día se fije en ti, pero ayudándole con ese chico todo lo que puedas.
Porque le quieres.
Y comprender eso es lo que te hace dar el paso por fin.
—Oye —le dices una tarde a tu amiga, con la voz temblorosa y un nudo en la garganta—, que creo que me gusta un chico.
Ella sonríe, porque ya lo sabía. Por supuesto que lo sabía.
Y entonces, después de ese pequeño paso tan simple y terrorífico al mismo tiempo, llega el día en que despiertas y ya no es un día más. Te despiertas feliz, sabiendo que los miedos van quedando cada vez más lejos, aunque tal vez nunca lleguen a marcharse del todo. Y aunque todavía te costará un tiempo contárselo a su familia, ese día sabes que acabarás haciéndolo y que se lo tomarán bien. Sabes que te aceptarán, que te seguirán queriendo a pesar de todo. Que no te juzgarán. Y también sabes que algún día, tal vez pronto o tal vez tarde, encontrarás a alguien que te quiera.
Es un día nublado, pero para ti es como si hubiera un sol abrasador al mirar por la ventana. Un sol abrasador que sale para dar luz a tu vida después de tantos años de una tormenta que parecía eterna.
Es el primer día del resto de tu vida. It gets better!
¡¡¡Me encanta, es precioso!!! Y doloroso a la vez. Es real.